La Vida de un Gladiador en Roma

Vida y muerte en la arena.
Honor y Gloria a los caídos



Criminales, Esclavos y hombres libres combatían como los gladiadores en la arena de los anfiteatros. Muchos morían pero algunos se convertían en verdaderos ídolos de las multitudes.

Temas: Cultura/Historia/Educación



Se les había privado de libertad, eran bienes de mercado y estaban entrenados para matar. Sin embargo, los gladiadores encarnaban los valores de masculinidad exaltados por la sociedad romana y podían convertirse en héroes populares y objetos de deseo para las mujeres. Su profesión, la gladiatura, no estaba destinada tan solo al combate, sino que ofrecían un entrenamiento dirigido a desarrollar las virtudes guerreras y a fomentar el arte de la espada (gladius, de la que toman el nombre), según unas reglas estrictas.


El ingreso en el oficio podía deberse a circunstancias muy dispares, aunque no todos los que perdían la vida en la arena de un anfiteatro podían ser considerados gladiadores. Numerosos criminales de condición libre, condenados a morir degollados por la espada a la vista del pueblo (damnatio ad gladium), eran ejecutados durante el intermedio que separaba el fin del combate matutino con fieras (venatio), y el espectáculo gladiatorio (munus), que se desarrollaba a partir de mediodîa. Séneca presenció con horror una de aquellas matanzas. «Los luchadores no tienen nada con que protegerse. Todo su cuerpo queda expuesto a los golpes, y la mano no acomete sin herir. Mandan que los que han matado luchen con los que ahora los han de matar, reservando al ganador para otra matanza» (Epístola VII).




Candidatos a morir

A diferencia de aquéllos, los condenados a trabajos forzados podían convertirse en luchadores profesionales al cumplir parte de su pena en una escuela de gladiadores o ludus, donde un maestro los entrenaba para luchar de forma ejemplar. Junto a ellos figuraban esclavos vendidos por piratas a un comerciante de gladiadores (Lanista) o entregados por sus propios amos, así como libertos y hombres libres que buscaban en la gladiatura un medio seguro para conseguir un sueldo fijo, premios sustanciosos y gran popularidad.


Para que un hombre libre pudiera ejercer como gladiador, un tribune de la plebe tenia que concederle permiso tras valorar si cumplia unas condiciones minimas de edad, salud y fuerza. Si era aceptado, firmaba un contrato de alquiler por servicios (auctoramentum) con un organizador de espectáculos o con un lanista, al que concedía el derecho de vida y muerte sobre su persona, y renunciaba a ciertos derechos: no podría ingresar en la clase ecuestre, ocupar un puesto de honor en los juegos, contar con un defensor en caso de juicio ni tener una sepultura honorable. Para cerrar el contrato pronunciaba una formula en la que se declaraba listo para ser quemado, encadenado, azotado y muerto con el hierro. Pues, dice Séneca, «a aquellos que alquilan sus brazos para la arena, que comen y beben para vomitarlo en sangre, se les exige testimonio de que deberán sufrir todo ello aun de mala gana». Pero en este caso, el alquiler de los servicios se podía interrumpir, incluso antes de haber combatido, a cambio de devolver al lanista el precio del reclutamiento y las tasas del entrenamiento. Quintiliano(Institutio oratoria VIII.5) relata el caso de un gladiador que había sido liberado en cuatro ocasiones por su hermana, la cual terminó por cortarle el dedo pulgar para obligarle a dejar de combatir.


Los condenados a trabajos forzados y los esclavos debían permanecer al servicio del lanista hasta que éste, en premio por sus victorias, les otorgara una espada de madera (rudis)como símbolo de su libertad, aunque los primeros, si habían sido dispensados del combate al cabo de tres años, tenían que permanecer obligatoriamente dos años más en la escuela.

El rudiarius, o gladiador liberado, podía volver a ser contratado para luchar y su precio variaba en funci6n de su condición física. El precio mínimo por la compra a tiempo indefinido de un gladiador con las fuerzas diezmadas era de mil sestercios mientras que las estrellas de la arena podían cobrar hasta quince mil, según los precios establecidos por la Lex gladiatoria de Marco Aurelio. Pero la organización de un combate resultaba más económica si se recurría al alquiler de los luchadores. Se pagaban al lanista unos ochenta sestercios por los que salían de la arena vivos y sin heridas graves, y cuatro mil por cada uno de los muertos. Petronio describe un combate ridículo protagonizado por gladiadores de aspecto lamentable y bajo precio: «Eran tan decrépitos que un soplo de aire los hubiera abatido. Uno era tan gordo que no se podía menear; otro tenia los pies torcidos; un tercero estaba medio muerto, porque tenia ya los tendones cortados. Al final, todos se hicieron alguna herida para terminar el combate. Eran gladiadores vendidos por docenas, verdaderos desechos».


Forzados, esclavos, libertos o libres, todos podían formar parte de una misma familia gladiatoria, que convivían en el seno de una escuela. Al ingresar en el ludus, cada alumno se especializaba en un arma distinta, que distinguía a cada tipo de gladiadores: samnitas, provocatores, retiarius, tracios, murmillones, essedarii o sagitarios.





De la gloria al olvido

Los mejores combatientes o los veteranos con grado servían como contrincantes durante los entrenamientos en las luchas cuerpo a cuerpo, en sustitución de la estaca de los principiantes; por ello recibîan el nombre de primus o secundus palus. Los gladiadores retirados eran contratados en la escuela como instructores. Sus epitafios demuestran que podîan llegar a vivir mâs de sesenta años. Algunos fueron tan populares que merecieron poemas, en los que eran comparados con héroes míticos como Meleagro o Jason, modelo de virtudes guerreras, y los nifios grababan sus figuras y nombres en las paredes de sus casas. Otros, por su bravura o belleza, recibieron la protección imperial o hicieron perder la cabeza a emperatrices como Faustina, esposa de Marco Aurelio, de la que se dice que engendró a Cómodo con un gladiador del que estaba enamorada.


La gloria, sin embargo, la alcanzaban pocos, pues la mayor parte moría tras algunos combates. Y la muerte suponía un verdadero problema. Los hombres libres renunciaban en su contrato a una tumba honorable, y a los esclavos y condenados ningún ciudadano les concedían un espacio en su tumba familiar. Sólo algunos propietarios de tropas, después de un munus, hacîan enterrar a las víctimas de la jornada en un mismo monumento. Para asegurarse una tumba digna y los rituales dictados por la religión, los gladiadores de una misma escuela, unidos por lazos fraternales, solían asociarse en colegios funerarios, en los que cada uno se comprometía a reclamar el cadáver de un compañero y a dar le septùtura con el dinero de la cotización mensual que todos aportaban.


La dureza de la vida en el ludus y el miedo a morir en combate llevó a muchos gladiadores a quitarse la vida antes de salir a la arena. Pero sin armas a su alcance y sometidos a una férrea vigilancia, el suicidio resultaba difícil. Algunos usaron un gran ingenio para morir, como en este caso narrado por Séneca (Epístola 70): «Un germânico, que se preparaba para el espectáculo, se apartó a la letrina para una necesidad del cuerpo, que era el único momento en que lo dejaban sin guarda, y tomando el bastón que tiene adherida la esponja para limpiarse se lo hundió en la garganta, muriendo asfixiado». Sólo algunos, con el dinero obtenido por las victorias y el sueldo pagado por los propietarios, amasaron pequeñas fortunas y pudieron retirarse de la arriesgada vida del anfiteatro.



Ídolos del pueblo

En el mundo romano los gladiadores más famosos llegaban a ser objeto de verdadera devoción entre el público aficionado a los juegos. En Pompeya se han encontrado cientos de grafitos que aluden a ellos, inscritos en las paredes de las casas y hasta de las tumbas. En ellos se representa a los combatientes mas famosos con toda su panoplia y se enumeran sus victorias.

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Oleh

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